Ella estaba allí. Tenía el cuerpo helado pero no sentía frío. Hace mucho que el sol ni sus rayos dorados se le acercan, parece que ya nadie se interesa en los cambios, ni en la añoranza, a las épocas de verano.
Compro
café caliente en el puesto de comida rápida. Extrañamente, no recuerdo el olor
de ese líquido oscuro, dulce y amargo. Su sabor no vibra, curiosamente, en mi
lengua ni en mi garganta, raramente, seca.
En
la esquina la mujer observa ansiosamente la intersección de las calles
apoyándose en el semáforo. No tiene su ropa, su figura, ni sus joyas, es una
ladrona de imagen, grito pero nadie me escucha, nadie me atiende. Esa mujer era
ella, porque busca con los ojos lo que yo estoy esperando, ella mira de reojo a
la gente que cruza, los muchachos reunidos en esa esquina bromeando.
Desentendida, distraída, descubre la hora del reloj, se le ha hecho tarde y se
aleja sin cautela, ajena al destino ambulante, ajena al tiempo y a los
accidentes.
Me
duele el cuerpo, pero no identifico de dónde proviene este dolor, imagino que
de muy adentro. Quiero volver a mi casa, necesito llegar a mi casa, estoy algo
mareado. Subo las escalas y cuando consigo abrir la puerta, me encuentro con un
escenario desconocido, tan vacío y sordo como el Universo; mi hogar es un
retrato viejo y amarillento. ¿Qué mierda pasa?, pregunto, si yo soy fuego y ella
agua, yo respiro de la tierra y siembro recuerdos en el aire. ¿Qué mierda
sucede? Estoy confundido.
Quien
no llegó a la cita me ha cerrado la puerta, indiferente a mi presencia
intangible, no sabe que la he abierto yo.
- “Levanta el espíritu del suelo, aprovecha que no te ve”; me digo.
Mejor vuelvo a la esquina y la esperaré como acordamos, sintiéndome vivo aunque ya esté muerto.
(Escrita el 25 de mayo de 2008)
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