jueves, 31 de marzo de 2016

Pacto con la Muerte

La muerte siempre llega, eventualmente, a todos nos visitará algún día... Pero en su caso él la llamó, la deseó, pedía a gritos por su presencia... Estaba sólo en su habitación cuando sintió un frío súbito y extraño, y la vió, primero una sombra muy tenue mientras se iba aclarando reflejando sus generosas curvas de mujer en un ceñido vestido negro de largo escote que insinuaba profusamente sus turgencias. Era una mujer hermosa, aunque bastante inquietante, de cabello muy largo, liso y negro, a momentos, porque cambiaba de color dependiendo desde el ángulo del que se mirara (¿o era un efecto de la luz?) lo cierto era que iba de negro oscuro a un rojo sangre muy vivo, pasando, por una gama casi infinita de tonalidades terráceas.

Se acercó sin prisa, pero sin pausa, su andar era hipnótico, cautivante. Pero lo más sublime era su voz, ronca y sensual, que no se escuchaba de la manera normal, sino que en cierta forma se sentía en la piel.

Le preguntó por qué la había llamado, él le explicó que no soportaba el precio de sus errores y quería irse con ella, pero no se quitaría la vida de una manera convencional. La Muerte sonreía complacida, lo tenía... 

Él no deseaba causarle sufrimiento a sus seres queridos; a su pequeño hijo, su madre y su hermano. Le ponía como condición que al esfumarse fisicamente desapareciera también su recuerdo, todo rastro de memoria que indicara su paso por este mundo. La Muerte aceptó gustosa, con una condición, si no deseaba ser recordado, el precio era que no podría volver a verlos desde el más allá, no volvería a saber de ellos.  Dudó por un segundo, no contaba con la habilidad de la Muerte, claro ella tiene la infinidad excorpórea de una experiencia que nos lleva de ventaja todas las vidas de la creación.

Pero aceptó, firmó el contrato de sangre y desapareció... Nunca existió... Nadie lloró... A nadie le importó...

Lo llevó a la soledad eterna... 

La Muerte no le dijo que, a pesar de no haber tomado su vida, la había cedido a voluntad propia, por motivos egoístas y cobardes... estaba condenado a no ver la cara de Dios.

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