Sonaban
fuertes sus pasos sobre las escaleras. Quería mostrar seguridad. Él lo había decidido: se iba. Se alejaba de toda aquella oscuridad, de esa
vida que no había elegido y en la que había terminado ahogado por
intentar hacer feliz a todos los que le rodeaban, sin pensar un segundo
en sí mismo. Pero la situación le superaba. “¿Cómo puedo vivir una vida vacía sin saber lo que son las sonrisas que salen del alma?”.
Y al fin, con casi 50 años, escapó. No se sentía mal, pues se lo había
anunciado muchas veces su mujer. Ella había diseñado un plan de
vida para los dos, en el que él nunca había encajado.
Sólo
se llevó su guitarra (esa que se había llenado de polvo por no utilizarla
para no molestar a su mujer) y los ahorros de su cuenta personal, que
no eran muchos, pero sí los suficientes como para atreverse a dejar la
puerta de casa a sus espaldas.
Justo lo necesario para ser feliz.
Vivió
días muy intensos, viajando por los lugares que una vez, de joven, había anotado en una lista, esa que había quedado igual de vacía que al
principio. Vagó varios meses, tocando su guitarra en callejones y durmiendo
en posadas, incluso a veces en esquinas, sintiendo ese fuerte
cosquilleo en el estómago al no saber que le depararía ese día.
Y
en un pasaje cualquiera, del cual no recuerda ni el nombre, conoció a una chica que compartía su misma afición. Era de tez morena y ojos de
un verde tan penetrante que llenaban con sólo verlos... Pasó con ella las dos mejores noches de su vida. Supo en ese
breve instante que ella era la mujer que tanto había esperado. Pero
decidieron seguir su camino por separado, aceptando que si su destino
era estar juntos, volverían a reencontrarse en otro pasaje cualquiera,
de un país por conocer..
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