Los golpes en la puerta me despertaron a las 2 de la madrugada. Esperé unos segundos para estar seguro de que había oído bien. Sí, alguien estaba golpeando mi puerta. Me levanté y caminé despacio, pensando que quienquiera que fuese, había podido abrir la puerta del edificio y había subido hasta el último piso… ¿para qué? Mire por la pequeña rendija de la puerta y vi la del departamento de mis vecinas, justo enfrente, abierta y con la luz encendida. Escuché voces de mujer. Más bien gritos, y abrí la puerta.
Vivo en el quinto piso, el último, de un edificio viejo, sin elevador. Frente a mi puerta hay otro apartamento donde viven dos hermanas; dos mujeres alemanas que deben rondar las 8 décadas de vida. Después de dos años viviendo aquí, encontrándome con ellas cada dos o tres días en las escaleras o en el mercado del barrio, lo único que he conseguido es que a veces me respondan cuando digo Moin Moin(buenos días). No sé de qué dependa que a veces me respondan con una fingida sonrisa, a veces sólo muevan la cabeza y a veces simplemente pasen de largo como si yo no estuviera. A eso se había limitado mi relación con mis dos únicas vecinas, hasta que un día escuché golpes a las 2 de la madrugada.
Abrí la puerta. Una de ellas, creo que la mayor, gritaba pidiendo ayuda y se asomaba por las escaleras, esperando que alguno de los vecinos de abajo se despertara y subiera. Con mi macarrónico alemán, le pregunté qué pasaba, aunque el miedo en su rostro evidenciaba que algo andaba muy mal. De todo lo que ella dijo le entendí tres palabras: hermana, hospital, ayúdeme.
Entré a su departamento y la fui hasta la habitación. La mujer estaba tirada en el suelo, boca arriba, en camisón, rígida como una tabla y con los ojos muy abiertos y la mirada perdida en el techo. Se había orinado encima, y preguntaba una y otra vez ¿dónde estoy?
Pusimos una pequeña almohada bajo su cabeza, volví corriendo a mi habitación por mi teléfono, marqué el número de emergencias y se lo tendí a la señora para que ella explicara qué había pasado. Supe entonces, al escucharla hablar por teléfono –y después de dos años de ser vecinos- que la mayor, la que hablaba por teléfono en ese momento, se llamaba Anna, y la menor –la que estaba tendida en el suelo, Sophia. Su apellido, creí escuchar, Müller.
La ambulancia llegó unos 15 minutos después, y durante ese tiempo no hubo mucho que pudiéramos hacer. Mi vecina no reconocía ni a su propia hermana –ni qué decir de mí-, su mirada seguía perdida y continuaba preguntando dónde estaba. Los paramédicos la subieron a la camilla mientras Anna les decía que dos semanas antes habían operado a su hermana por cuarta vez –aunque no estoy seguro si dijo algo del hígado o del rinón-. Sacaron a Sophia en camilla, aún con la mirada extraviada; su hermana sujetándole la mano.
Hace ya casi veinte días que se la llevaron. Sé que no han vuelto porque desde mi balcón puedo ver el suyo, y veo aún su ropa colgando desde ese día.
Un par de prendas ya se han caído al suelo. El viento va a volarlas del balcón cualquier día.

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