“Calla, calla”, decía tu voz, aquel día, el último que
estuviste verdaderamente aquí, callarme no era una opción, no lo era, pues
tenía tanto dentro. Sin embargo, me quede en silencio, sólo era tu voz, la
calle, y el entorno, completando así, un cuadro digno de destrozar. Un cuadro de dimensiones grotescas, de pinceladas sin
sentido, de una profundidad horrorosa, de colores que no puedo nombrar, pues no
los he visto jamás.
Creas caos, aún cuando el equilibrio es perfecto. Sólo
callo, no por obedecerte, sino porque he quedado petrificado, tu humanidad
desaparece, cambias demasiado rápido, demasiado, nunca llegas, nunca te vas, el
día la noche, se chocan, la luz la oscuridad, un nudo imposible, mi cabeza
explota, vas demasiado rápido de un lado a otro, cortas mi garganta, y en un
instante imposible de medir, mi cuello está intacto y todo vuelve, no obedezco
tus palabras, sólo no entiendo esto, y allí, bajo las lunas y los soles, soy
sólo una roca, un elemento más, para que tú hagas, lo que sabes, eres capaz de
hacer.
En ocasiones, te maldigo. En ocasiones, no puedo odiarte.
Siempre pedías silencio, aún antes de que comenzáramos a
hablar, silencio, mi tiempo fue siempre eso, silencio, y ojos cerrados. Siempre acompañado de tu ausencia, miro a mi lado y allí
siempre estabas, ausente, lastimándome, apretando mi corazón, y así, lágrimas
malgastadas corrían por mi rostro. No mereces lágrima alguna.
Permanezco callado, y un discurso se dispara, y se
amplifica, mi cuerpo aún resiste, ya veré cuánto más, y las voces repican en mi
cabeza, van y vienen, golpean mi boca y golpean con fuerza.
Silencio.
Y tu voz, llenando el lugar, invadiendo los oídos, pero
tú no te escuchas, tú no, sólo danzas alrededor, y no queremos saber el porqué.
No recordaba tu nombre, solo a veces, pues solo esas
veces, él moría, y no decide qué hacer con su tiempo, con cada una de sus
muertes, él no recordaba nada. Sólo tu mano en su cuello.
Bella se presentaba ante él, y le rendía homenaje. Pero
luego despertaba y ella se retiraba sin explicar por qué.
Y de su espalda crecían látigos, y espinas que se
clavaban en él, aunque el dolor no era tan malo después de todo.
Sentía algo más que
el desprecio, algo más que la ausencia. Siempre absorbido por esa presencia, su locura aumentaba,
su excitación también, y la presencia se convertía en una helada brisa.
Los demonios no se compadecen, no, y tú, idiota que no
sabes escapar. Y mueres una y otra vez, es tedioso hasta para mí, que tengo que
escribir lo que me cuentas.
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